¡Señoras, señores! Por favor, tomen asiento. Muchas gracias por venir a mi posada, alrededor de mi hoguera. Son pocas las paradas que hago, ya que Lúcido es un mundo que posee vida, que crece y se extiende mientras estamos aquí sentados. Pero no quiero que vuestro viaje sea en balde. Pedid algo de beber y de comer, y acomodaos en vuestros asientos. Las historias que aquí os contaré serán el testimonio narrativo de lo que mis ojos han visto, mis manos tocado y mis oídos escuchado.
Bienvenidos a Lúcido

jueves, 14 de abril de 2016

2. Silueta sólida

Si en algún momento consideró Lucido como su hogar, el pensamiento se había esfumado con la misma rapidez que su nacimiento. Los ojos de la joven a la que había salvado se habían clavado en él, instándole a darse más prisa mientras recogía todo. Después de leer la nota no habían hablado: ni de dónde irían, cuál era el plan o, directamente, qué narices estaba pasando.

       Salieron de la habitación en menos de cinco minutos, sin escuchar más ruido que el de la brisa del exterior y los chirridos de las camas. Aunque en Lúcido no había día o noche definidos, la gente que había aparecido en la playa hacía poco, como él, aún necesitaban dormir bastante. La chica, en cambio, parecía ágil, rápida, despierta. Una punzada de envidia le comió por dentro.

       La chica, aunque había estado inconsciente mientras la arrastraba por el edificio, parecía conocer al dedillo la estructura del albergue: caminó por los pasillos, abriendo puertas sin llamar, cruzando habitaciones sin amueblar y bajando y subiendo escaleras. Saúl le seguía de cerca, admitiendo que si perdía el rastro de la chica no sabría volver a salir, o directamente a su habitación. Intentó gritar a la chica para que relajara el paso, apenas controlando su respiración. Abrió la boca, aunque de ella no salió voz, sino un suspiro.

       Aunque su acompañante avanzaba más rápido que él, entre ellos se había creado un espacio bastante amplio, de unos quince metros. Entre ellos, surgiendo de la nada, se encontraba una figura espigada, totalmente vestida de negro, incluso el rostro. En un instinto casi animal intentó encontrar la mirada, saber si aquella cosa se encontraba de espaldas a él o mirándole... pero le fue imposible averiguarlo... pero en parte, la intuición le decía que estaba mirándole a él. Y que vendría.

       Aquella vez sí hubo un grito: salió de su garganta como un alarido, sin importarle a quién despertara, o qué ser maligno se encontraba detrás de todo. Dio dos pasos hacia atrás antes de darse cuenta de que la figura se movía hacia él, aunque sus piernas, o lo que su silueta mostraba como tal, no realizaban ningún movimiento.

       ─ ¡Saúl! ─Chilló la chica, lejos de él.

        No podía apartar los ojos de esa figura: se acercaba lentamente, sin moverse, sin poder averiguar cuáles eran sus intenciones. Siguió andando hacia atrás, hasta que sintió que su espalda tocaba la pared, un impedimento que no recordaba. Y la silueta avanzaba, y avanzaba...

       Y tras desplazarse unos centímetros más, sin causar ni el menor de los ruidos, se evaporó: como si de vapor negro se tratase voló hasta el techo, disipándose en volutas que parecían sólidas hasta el último segundo. Saúl, ya en el suelo, luchaba por no mearse encima. Tras la silueta apareció su compañera, ahora la persona que le había salvado la vida. Estaba encorvada, con una especie de espada de madera en la mano, y con las piernas abiertas. La mano libre parecía ayudarla a mantener el equilibrio, y su pecho subía y bajaba por el esfuerzo. Dedicó una mirada a Saúl, mostrando toda la rabia y el miedo que él había sentido hacía unos segundos.

       ─Vamos, Saúl. Tenemos que salir.

       ─Joder ─Saúl intentaba recuperar el aire, notando que sus piernas eran gelatina, sin poder moverse. Agarró la mano de la joven sin preocupación por hacerla daño. Se sentía como si se ahogase, como si aquella fuese al última opción para salir de allí ─ Joder, joder...

       Repitió aquella palabra mientras la joven le arrastraba, con una fuerza que no esperaba: sin apenas esfuerzo lo cogió del hombro y lo colocó en su espalda, irguiéndose lo más que pudo, con la espada en la mano. Continuó el camino por los pasillos de la casa, con un balanceo que relajó a Saúl.

       En pocos minutos se encontraban en el exterior, donde el cielo continuaba desnudo, y las luces de las calles, como fuegos fatuos, indicaban el camino de huida. Quería dormir, descansar y olvidar lo vivido, pero de nuevo el balanceo le despertó, sintiendo una brisa extraña a su alrededor, pesada y húmeda. Los pasos de la chica eran más cortos y menos ágiles.

       Cayó dormido en la espalda, perdiéndose en la inconsciencia. Mientras tanto, la joven continuaba su camino, constante, sin detenerse. Su respiración, entrecortada, recordaba la figura negra con la que había acabado. Y pensó en todas aquellas a las que ya se había enfrentado, no todas tan fáciles. Kangei había sido una parada corta, irremediablemente problemática, como siempre que volvía.

       Abandonó la ciudad por un estrecho camino apenas frecuentado, que, según Merodeador ─ el explorador más conocido y demandado de Lúcido ─ llevaba al bosque de Bengai. Rió mientras avanzaba, sintiendo que la brisa pesada de su alrededor se disipaba, rendida ante ella.

       Bengai no era la mitad de tenebrosa de lo que todos pintaban. Pero Lúcido... por los dioses, Lúcido era imprevisible.

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