Como ya os dije ayer, mi llegada a Kahai fue acompañada por
la confusión y el dolor físico que tanto representa a los viajes en Lúcido.
Aquel lugar parece una noche eterna, con tierra y piedras grisáceas que
parecían calcinadas. Lejos de allí, gracias al eco, era capaz de escuchar cómo
algo, ya sean pequeñas piedras o incluso agua, caía en torrente hacia el suelo.
Y por lo que se oía, parecía caer un buen tramo de altura.
Comencé
a andar pese a que era lo último que me apetecía: el olor de aquel piso,
recuerdo, era pesado, y costaba respirarlo. Apenas podía correr o realizar un
ejercicio mayor que el simple paseo, ya que comenzaba a toser y me ahogaba por
culpa del polvo que cubría aquella atmosfera. Mis ojos se fueron acostumbrando
a la penumbra del lugar, y gracias a ello conseguí ver todo aquello que me
rodeaba.
Decenas
de figuras famélicas y encorvadas habían pasado inadvertidas para mis sentidos,
pese a que soy un explorador con experiencia: por suerte llevaba mi puñal, el
cual estaba dispuesto a usar si esos seres, o lo que fueran, querían atacarme e
iniciar una pelea. Por suerte, estaban demasiado ocupados en mantenerse en pie
como para ser conscientes de mi presencia.
Aquello
parecía una procesión, una migración hacia un lugar no definido: la piel de
aquellos habitantes estaba totalmente grisácea, similar a las piedras que había
a nuestro alrededor. Sus ropas estaban hechas jirones, y muchas partes de su
cuerpo estaban desnudos por la ausencia de tela. Pero no les parecía importar.
Tengo
que admitir que no estuve allí más tiempo: seguí con aquel paso lento que me
podía permitir, deseando correr y alejarme de aquel lugar. Los habitantes
continuaban su viaje sin mirar atrás, sin una simple palabra de sorpresa al ver
allí a un piel pálida, como ellos me llamarían al ver mi color claro de piel.
No sé bien si estaban viajando hacia su muerte, a convertirse en piedra por la
gracia de Moldeador, pero sabía que nuestro amigo algo tenía que ver en todo
ello.
Continué
mi camino, alejándome lentamente de aquella pandilla de habitantes y
acercándome al sonido que llevaba escuchando desde el principio. El suelo y las
piedras se iban convirtiendo en un camino de guijarros más claros, y noté cómo
mis pulmones se llenaban de un aire más limpio. Todo a mi alrededor parecía
ganar color por cada paso que daba: el suelo era cada vez más blanco, las
paredes parecían desaparecer tras mi espalda, como si nunca hubieran existido
anteriormente.
A veces
Lúcido puede generar grandes dolores de cabeza: miras hacia un lado que creías
conocer y te encuentras con una realidad completamente diferente, con objetos,
colinas, piedras, ríos, nubes e incluso lunas que antes no estaban allí. Vuelves
a mirar, y algo es, de nuevo, diferente. Pero a veces parece dar un respiro y
hacer las cosas de forma gradual, y así fue en Kahai.
De las
piedras blancas que veía a mi alrededor y que pisaba comenzó a manar agua:
parecía que desde el interior de la tierra salían olas, dispuestas a desplazar
a todo aquello que hubiera sobre la superficie. Al principio era leve, un
cosquilleo en los pies, caricias húmedas que tus ampollas agradecían.
No hay
que confiar en Lúcido: quizás es una de las reglas que me impongo y que me han
hecho continuar con vida. Lo que era un reguero de agua se convirtió, de forma
menos gradual de lo deseado, en un gran torrente que fue capaz de arrastrarme.
Resignado – la única forma de vivir en Lúcido a veces – comencé a nadar. El
torrente crecía y crecía, como si en lugar de salir de una maldita cueva con
muertos vivientes me hubiera tirado desde una catarata, desde el punto más alto
de la montaña.
Pero
cuando llega la tormenta, también lo hace la calma, por lo menos permanece
algunos minutos antes de que vuelva otra vez la tormenta. Y así fue, ya que el
torrente dejó de golpearme, de llevarme de un lado a otro del maldito río, a
través de laderas de colores morados y grisáceos. El agua se relajó, y me
permití relajarme con él. El frío relajó mis músculos y pude beber del propio
agua, sintiéndome fuerte, activo tras aquella experiencia en Kahai.
¿No os
he hablado nunca de la senda de Kanso? Este río desciende por todo el mundo de
Lúcido, y acaba en el teatro de Moldeador, el lugar donde nadie quiere acabar.
Es obvia la razón. La senda de Kanso se divide en pequeños afluentes, ríos que
te llevan a lugares por los que no puedes acceder de otro modo. Es como un
camino tan visible que es capaz de llevarte a mundos invisibles.
Me dejé
llevar: era una locura, pero Lúcido acompañaba a aquel sentimiento y te dejaba
enloquecer. Mañana seguiré, pero ahora es hora de descansar. Recordad: resignaos,
no luchéis contra lo que viene. Lúcido siempre es más poderoso.
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