¡Señoras, señores! Por favor, tomen asiento. Muchas gracias por venir a mi posada, alrededor de mi hoguera. Son pocas las paradas que hago, ya que Lúcido es un mundo que posee vida, que crece y se extiende mientras estamos aquí sentados. Pero no quiero que vuestro viaje sea en balde. Pedid algo de beber y de comer, y acomodaos en vuestros asientos. Las historias que aquí os contaré serán el testimonio narrativo de lo que mis ojos han visto, mis manos tocado y mis oídos escuchado.
Bienvenidos a Lúcido

jueves, 14 de abril de 2016

3. El bosque Bangei



Bangei es un bosque

Bangei es un río

Es algo distinto

Cada vez que amanece.

Hoy será un torrente

Mañana nadie sabrá.

Pero ahora Bangei es un bosque

Así que el camino andarás

Pero mañana solo Moldeador sabrá

Cómo Bangei se levantará

Si como río o como bosque

Si como vida o como muerte


Canción Popular


* * *


     Saúl guardaba silencio mientras recorrían el estrecho camino del bosque, aunque las ramas y las hojas de los árboles cercanos ya habían conquistado aquel pequeño terreno de piedras. Él y su acompañante pasaban más parte del camino agachados y esquivando hojas que andando y avanzando.

     Finalmente se detuvieron en una especie de claro que el bosque dejaba. Las hojas silbaban por el viento, y la luz que se había posado en el cielo de Kangei ya no estaba visible allí, sustituida por un cielo azul claro y verdoso. Dejó de mirarlo, molesto por aquello, sabiendo que algo andaba mal. La chica cayó a su lado, arrellanándose contra uno de los árboles.

     ─ Descansaremos un rato, pero hay que seguir en poco tiempo ─ advirtió ella, mirando su alrededor con recelo ─ . Odio este lugar. En general.

     Saúl no dijo nada: contempló sus ojos verdes, su pelo castaño, sus facciones delgadas y su piel pálida. Pese a su delgadez, sus brazos y piernas mostraban que era una persona atlética, que no se había quedado parada en Kangei.

     ─ Tengo dos preguntas ─ acabó diciendo Saúl, intentando acomodarse en un suelo mullido y a la vez escarpado por culpa de las pequeñas piedras ─. Ambas para ti.

      ─ ¿Para quién sino? ─ dijo ella con cierta resignación.

       Saúl ignoró el tono de voz y lo que pudiese indicar. Levantó su dedo índice.

       ─ Lo primero. ¿Cómo te llamas? ─ preguntó con cierta ironía en la voz, pensando que era injusto no saber aún ese dato de ella.

       La chica pareció sorprenderse por la pregunta, pero los colores subieron a su rostro y decoraron sus mejillas. Se las tapó con rapidez. 

       ─ Por los dioses, perdona. Se me había olvidado ─ . Negó con la cabeza para ella misma ─ . Mi nombre es Adriana.

       ─ Un placer ─ dijo sin muchas ganas, sin querer darse a conocer. Bueno, tampoco recordaba su vida para ello. Su conversación tan sólo sería "Hola, mi nombre es Saúl, casi me ahogo en ese maldito océano intransitable que tiene Kangei y... bueno, ya viste mi habitación"

       Adriana no pareció insistir en conocer nada más de Saúl, sino que respetaron la privacidad en temas personales. Saúl, que mantenía el índice levantado, levantó el dedo corazón.

       ─ Y lo segundo... ¿Qué está pasando?

       Aquella pregunta no parecía tener una respuesta fácil. Adriana agachó la mirada, jugando con las briznas de hierba, con el ceño fruncido. Saúl se levantó sin muchas ganas, cansado de estar sentado, cansado de andar, de hacer cualquier cosa. Por los dioses, no sabía qué quería hacer, pero aquel sentimiento de urgencia, de ignorancia, le estaba matando.

       ─ No lo sé ─ dijo Adriana, levantándose ella también. Parecía que la chica estaba más cerca de él ahora, aunque ignoró la sensación ─ . Sé lo mismo que tú y...

       ─ ¡Venga ya! ─ Saúl elevó la voz, agradeciendo estar solo y lejos de Kangei. Se apoyó en el árbol que había detrás de él ─ No me engañes, no empecemos así ─ señaló la dirección donde creía que estaba la ciudad, esquivando uno de los árboles para no darse con él ─ sabías llegar a este bosque. Sabías que te estaban persiguiendo. ¡Hasta sabías cómo acabar con esa maldita silueta!

       ─ Se llaman duxias ─ acabó admitiendo Adriana, clavando sus ojos verdes en los marrones de Saúl ─. Son como ilusiones, creadas a distancia. Aunque no mueven las piernas y las manos, pueden desplazarse... y bueno, hacer daño.

       Saúl negó con la cabeza, intentando olvidar por todos los medios la horrible sensación de confusión que le había invadido al enfrentarse a aquello. Era como ser protagonista de una película de terror. Se metió las manos en los bolsillos, resignado. Tenía hambre, sueño y ganas de llorar, todo a partes iguales.

       ─ ¿Quién escribió la nota? ─ preguntó sin muchas ganas de saberlo, aunque sabía que era necesario ─ . 

       Adriana se mordió el labio inferior, arrepentida, en parte, de que Saúl estuviera allí. Intentó ignorar aquello, ya que no consideraba que la chica tuviera parte de culpa. Era esto o dejarla morir en el océano maldito, y, la verdad, aunque no se acordaba de nada del pasado, sabía que era una buena persona.

       ─ Se hace llamar Limbo. Es un gran moldeador de mundos. Es él quién crea los duxias, quién cambia las notas, quién hace todo eso...

       ─ ¿Y por qué tú has sido su...?

       Adriana le calló con un gesto de mano, contemplando su alrededor. Sin saber por qué la imitó, descubriendo que el claro en el que habían acampado ya no existía. En aquel momento se encontraba apoyado en el árbol, rodeado de más árboles y a pocos pasos del camino empedrado, donde Adriana se encontraba de pie. Sintió cómo sus sienes ardían, recordando que hace un segundo la chica estaba al lado de un árbol, deshaciendo briznas de hierba. Durante unos segundos no supo cuál de las dos realidades era la buena, aunque acabó negando con la cabeza.

       ─Vayámonos de aquí ─ acabó diciendo Adriana, mirando su alrededor y haciendo caso al pequeño camino construido ─ Bangei se le conoce por ser un lugar misterioso y peligroso, un bosque en movimiento. Aunque bueno, esa descripción define todo Lúcido.

       Se alejaron por el camino empedrado, aunque varios metros detrás de ellos Bangei se reconstruía, convirtiéndose en un terreno escarpado y de gran altitud, con matojos en vez de árboles, donde la tierra se convertía en arena. Delante de ellos, quizás a la misma distancia, Bangei transformaba las hojas de sus árboles en pequeñas gotas de agua, creando una lluvia intensa y húmeda que acabaría en un gran lago. Pero por ahora, Adriana había elegido el camino seguro, libre de cambios, y nunca sabrían dónde comenzaba el bosque, dónde terminaba o, en definitiva, en qué punto de Lúcido se encontraba en aquel momento el bosque. Mientras, Bangei cambiaba, desplazando su boscoso manto.






2. Silueta sólida

Si en algún momento consideró Lucido como su hogar, el pensamiento se había esfumado con la misma rapidez que su nacimiento. Los ojos de la joven a la que había salvado se habían clavado en él, instándole a darse más prisa mientras recogía todo. Después de leer la nota no habían hablado: ni de dónde irían, cuál era el plan o, directamente, qué narices estaba pasando.

       Salieron de la habitación en menos de cinco minutos, sin escuchar más ruido que el de la brisa del exterior y los chirridos de las camas. Aunque en Lúcido no había día o noche definidos, la gente que había aparecido en la playa hacía poco, como él, aún necesitaban dormir bastante. La chica, en cambio, parecía ágil, rápida, despierta. Una punzada de envidia le comió por dentro.

       La chica, aunque había estado inconsciente mientras la arrastraba por el edificio, parecía conocer al dedillo la estructura del albergue: caminó por los pasillos, abriendo puertas sin llamar, cruzando habitaciones sin amueblar y bajando y subiendo escaleras. Saúl le seguía de cerca, admitiendo que si perdía el rastro de la chica no sabría volver a salir, o directamente a su habitación. Intentó gritar a la chica para que relajara el paso, apenas controlando su respiración. Abrió la boca, aunque de ella no salió voz, sino un suspiro.

       Aunque su acompañante avanzaba más rápido que él, entre ellos se había creado un espacio bastante amplio, de unos quince metros. Entre ellos, surgiendo de la nada, se encontraba una figura espigada, totalmente vestida de negro, incluso el rostro. En un instinto casi animal intentó encontrar la mirada, saber si aquella cosa se encontraba de espaldas a él o mirándole... pero le fue imposible averiguarlo... pero en parte, la intuición le decía que estaba mirándole a él. Y que vendría.

       Aquella vez sí hubo un grito: salió de su garganta como un alarido, sin importarle a quién despertara, o qué ser maligno se encontraba detrás de todo. Dio dos pasos hacia atrás antes de darse cuenta de que la figura se movía hacia él, aunque sus piernas, o lo que su silueta mostraba como tal, no realizaban ningún movimiento.

       ─ ¡Saúl! ─Chilló la chica, lejos de él.

        No podía apartar los ojos de esa figura: se acercaba lentamente, sin moverse, sin poder averiguar cuáles eran sus intenciones. Siguió andando hacia atrás, hasta que sintió que su espalda tocaba la pared, un impedimento que no recordaba. Y la silueta avanzaba, y avanzaba...

       Y tras desplazarse unos centímetros más, sin causar ni el menor de los ruidos, se evaporó: como si de vapor negro se tratase voló hasta el techo, disipándose en volutas que parecían sólidas hasta el último segundo. Saúl, ya en el suelo, luchaba por no mearse encima. Tras la silueta apareció su compañera, ahora la persona que le había salvado la vida. Estaba encorvada, con una especie de espada de madera en la mano, y con las piernas abiertas. La mano libre parecía ayudarla a mantener el equilibrio, y su pecho subía y bajaba por el esfuerzo. Dedicó una mirada a Saúl, mostrando toda la rabia y el miedo que él había sentido hacía unos segundos.

       ─Vamos, Saúl. Tenemos que salir.

       ─Joder ─Saúl intentaba recuperar el aire, notando que sus piernas eran gelatina, sin poder moverse. Agarró la mano de la joven sin preocupación por hacerla daño. Se sentía como si se ahogase, como si aquella fuese al última opción para salir de allí ─ Joder, joder...

       Repitió aquella palabra mientras la joven le arrastraba, con una fuerza que no esperaba: sin apenas esfuerzo lo cogió del hombro y lo colocó en su espalda, irguiéndose lo más que pudo, con la espada en la mano. Continuó el camino por los pasillos de la casa, con un balanceo que relajó a Saúl.

       En pocos minutos se encontraban en el exterior, donde el cielo continuaba desnudo, y las luces de las calles, como fuegos fatuos, indicaban el camino de huida. Quería dormir, descansar y olvidar lo vivido, pero de nuevo el balanceo le despertó, sintiendo una brisa extraña a su alrededor, pesada y húmeda. Los pasos de la chica eran más cortos y menos ágiles.

       Cayó dormido en la espalda, perdiéndose en la inconsciencia. Mientras tanto, la joven continuaba su camino, constante, sin detenerse. Su respiración, entrecortada, recordaba la figura negra con la que había acabado. Y pensó en todas aquellas a las que ya se había enfrentado, no todas tan fáciles. Kangei había sido una parada corta, irremediablemente problemática, como siempre que volvía.

       Abandonó la ciudad por un estrecho camino apenas frecuentado, que, según Merodeador ─ el explorador más conocido y demandado de Lúcido ─ llevaba al bosque de Bengai. Rió mientras avanzaba, sintiendo que la brisa pesada de su alrededor se disipaba, rendida ante ella.

       Bengai no era la mitad de tenebrosa de lo que todos pintaban. Pero Lúcido... por los dioses, Lúcido era imprevisible.

1. Un viaje obligado


El silencio de su habitación le permitía pensar, urdir un plan, o por lo menos sentir que tenía una idea de lo que iba a hacer. Había conseguido arrastrar a la chica desde la playa, y había agradecido la suerte que había tenido al no encontrarse con nadie por el camino. Durante el trayecto por Kangei se había ayudado de la extrañeza y la atmósfera liviana de Lúcido, echando a la chica en sus hombros y acarreandola sobre su espalda. 

     Ahora la joven se recuperaba en su cama, con un tono de piel que se alejaba de la palidez con la que se había encontrado. Saúl observó su boca semiabierta durante unos segundos, sentado al lado de ella, sin poder romper el silencio. La ropa de la joven seguía húmeda, aunque no se había atrevido a quitársela. Una parte de su cabeza decía que era estúpido hacerlo, que quizás la chica moría por miedo a verla desnuda. Su otra parte, la victoriosa, había decidido abogar por el recato, dejar la ropa necesaria y taparla con muchas sábanas. 

     Respiró hondo cuando la vida comenzó fuera, en Kangei: la gente salía de sus habitaciones, buscando un trabajo en el que poder ayudar, intentando ser parte de un mundo que apenas conocían. Saúl no podía evitar pensar, irónicamente, en los pensamientos y recuerdos que había perdido, la vida que no recordaba. Mordiéndose el labio con fuerza se mantuvo inquieto dentro de su habitación, rezando para que nadie llamase a la puerta y le requiriese. 

     Estuvo junto a ellas durante horas: paseaba por la pequeña habitación para estirar las piernas, y el resto del tiempo observaba a la joven, tocaba su piel y su ropa para comprobar si estaba seca e intentaba apreciar cualquier cambio en el color de su piel. El día fue transcurriendo, y aunque sabía que no serviría de nada mirar a la puerta, nadie había llamado en todo el día. 

     Se levantó de la silla, sintiendo la dureza en todas las partes de su cuerpo, y queriendo salir allí afuera y correr, estirar los músculos. Se acercó a la pequeña mesilla que había al lado de la cabeza de la joven, abriendo uno de los cajones y rebuscando en él: en pocos segundos se hizo con la nota que había encontrado en la playa, junto a ella.

      "Deja que Lúcido decida su destino. Si intercedes, todo cambiará. No lo hagas, seas quién seas. No lo hagas"

      Tragó saliva, e intentó no poner cara a la persona que había escrito esto, o a los actos que podía llevar contra él si descubría que había ignorado la nota a propósito, en pos de conseguir que la chica sobreviviera... si lo hacía. Meneó la nota en su mano, observando el contorno de cada letra, el papel envejecido, el color rojizo con el que estaba escrito...

       ─¡No! ─ gritó la chica al mismo tiempo que se incorporaba en la cama.

      Saúl dio un respingo, cayendo de la silla hacia atrás por culpa de impulsarse con los pies. Dejó que la nota cayera de sus manos, sintiendo el golpe en su espalda. La joven también se asustó al escuchar el ruido de la silla, encogiendo sus piernas y apoyándose en la pared que había en uno de los lados de la cama. Desde el suelo, Saúl contempló los ojos marrones de la chica, acorde con su pelo castaño. Era una cara normal y corriente, una más en Lúcido, o por lo menos en Kangei. Su expresión tensa se relajó, aún con los ojos bien abiertos.

     ─¿Dónde estoy? ─ preguntó en un susurro, sin dejar de mirar a Saúl.

     El joven se permitió recuperar la dignidad y levantarse, antes de contestar nada. La chica mantuvo el silencio hasta que Saúl colocó la silla de nuevo, masajeandose la espalda y cogiendo un papel del suelo. Saúl se lo extendió, y ella, asustada, se intentó alejar más, incapaz por culpa de la pared. 

       ─Estás en Kangei ─ él habló normal, ignorando el tono íntimo de la joven. Conocía poco Kangei, pero sabía que estaba seguro allí ─ estabas en la playa y....

       ─Lo sé ─ la joven se acercó a él y le arrebató la nota de la mano, leyéndola con rapidez y con gesto de concentración. Tras ello, y sin decir nada más, se levantó, manteniendo el equilibrio con torpeza durante los primeros segundos ─ Gracias por sacarme. Me tengo que ir.

       ─¿Qué? ─ Saúl se levantó junto a ella, incrédulo ─ Vamos, has leído la misma nota que yo. No sé qué narices he cambiado. ¿Qué sabes de todo esto?

       La chica acarició sus propios brazos, percatándose de que estaba húmeda y de que poco le faltaba para estar en ropa interior. Dedicó una mirada cruel a Saúl y buscó en los cajones el resto de su ropa. Saúl, la seguía como su sombra.

       ─Sí, hemos leído el mismo trozo de papel. Pero será mejor que me vaya.

       ─No entiendo qué peligro hay de que...

        Antes de que dijera más, la joven atajó su discurso y plantó el papel en su cara. Saúl sintió el dolor del leve puñetazo, aunque cogió la nota y la volvió a leer. Sentía que su corazón se aceleraba, víctima de la incertidumbre y de la confusión. Era la misma caligrafía, el mismo tamaño de letra, el mismo papel. Pero el mensaje había cambiado.

"Dos días tenéis, pero los destinos a los que ir serán siempre los mismos. Soy un cazador, preciosa. Y Lúcido es mi terreno predilecto. Ahora sois mis presas"


       ─Espero que hayas leído el sois ─ La chica se acercó a la puerta, ya vestida con la misma ropa con la que le había encontrado ─ Así que vamos. Tenemos dos días para encontrar un nuevo lugar que él no conozca.


Prólogo: a la sombra de Lúcido

Despertó sin recordar nada, con el corazón latiendo a mil por hora y sin poder respirar. Al recordar que necesitaba tomar aire para sobrevivir, hizo acopio de sus fuerzas e inhaló con fuerza, sintiendo cómo sus pulmones se llenaban de un aire tremendamente limpio, incluso parecía tener peso propio.

      Abrió los ojos, observando su alrededor: estaba tumbado sobre la arena, y sentía cómo el agua de una extraña playa le tocaba sus piernas, hundiéndola en la arena rojiza. Sin saber bien qué hacer y sin poder controlar su propio estado, comenzó a reptar hacia atrás, ayudándose de las manos e intentando no hundirse de nuevo en la arena.

      Así fueron sus primeros minutos en Lúcido: tras varias horas de pánico y miedo, había conseguido relajarse... en parte. Se encontraba dentro de una habitación que le habían asignado, y había hablado con personas que tenían la misma información que él: que no sabían dónde estaban.

      Merodeador: se arrebujó en la manta que le habían dado y pensó en el explorador, el único ser seguro con el que se había cruzado. Recordó su discurso, recordó sus explicaciones sobre Lúcido, sobre el mundo en el que se encontraba, sobre la ignorancia que tenían todos de cómo habían llegado allí.

      Había comentado, recomendado, impuesto... daba igual el verbo, pero había dicho una regla: resignación. En Lúcido era mejor resignarse a todo lo que te ocurriera, bueno o malo. Él no estaba por la labor, pero cuando todo tu alrededor cambia en cuanto dejas de mirar, intentas pensar que aquello es lo natural... aunque sabía que no lo era.

      Kangei era un barrio creado por aquellas personas que habían decidido permanecer cerca del lugar en el que habían aparecido. Habían construido barcos, con la esperanza de volver a su sitio de origen a partir del mismo lugar que les había traído. Pero por cada día que pasaba, lo pensaba mejor. ¿Qué lugar de origen? Cada vez tenía más difusa su procedencia, y comenzaba a sentirse cómodo en aquel lugar.

       Merodeador, el explorador más conocido de Lúcido, había partido días antes: por lo que había escuchado era costumbre que el explorador desapareciera durante días, incluso meses, en la búsqueda de nuevos caminos de Lúcido, dentro de los diferentes pisos que el mundo tenía.

      La noche había caído, pese a que no había nada que lo indicase: todos se dejaban guiar por la oscuridad que invadía las calles, dejando un cielo totalmente oscuro, sin nada luminoso en él. Saúl contempló el cielo mientras paseaba, llegando al destino que se había marcado desde el primer día: la playa en la que, en parte, había nacido.

      Las olas se encontraban lejos, ya que la marea había bajado. La arena que había sido rojiza ahora adoptaba un color amarillento, dependiendo de la lejanía del agua. Se acarició las sienes, sintiéndose confuso. Odiaba aquel lugar, sus cambios, el sentimiento de extrañeza que era incapaz de controlar...

      Dejó de pensar en sus propios problemas: se había sentado en la playa, como todos los días, sin temerle a la oscuridad que le rodeaba, tan sólo evitada por algunos faroles que iluminaban el camino de Kangei, metros lejos de él. Pese a la poca iluminación, pudo distinguir algo diferente en la arena, una silueta parecida a un cuerpo. Se levantó con rapidez, sabiendo que aquello no era una ilusión del extraño mundo, sino una persona, un cuerpo de verdad.

      Corrió hacia el cuerpo sin temer la marea, la cual había decidido subir de nuevo, siguiendo los caprichos de Lúcido. En parte actuaba a contrarreloj, ya que el cuerpo parecía inerte... y la marea continuaba subiendo.

      Al llegar a su lado contempló la situación: era el cuerpo de una mujer joven, con el pelo totalmente mojado y el rostro levemente girado, por lo que no se obstruía la respiración. Todo su cuerpo estaba empapado pese a que la marea llevaba sin subir desde hacía horas. Tocó el cuerpo y lo sintió helado.

      Lo había perdido... si no fuera porque su mano comenzaba a moverse. La chica estaba intentando abrir los ojos, moverse y huir del agua que poco a poco se iba acercando, engullendo el espacio que había entre ellos. Saúl pudo distinguir, en su mano medio abierta, una especie de nota. La cogió con cuidado, elevando el cuerpo de la chica hasta conseguir incorporarla.

      Abrió la nota con ayuda de su mano libre, totalmente nervioso: ¿Por qué narices se quedaba allí, en lugar de arrastrarla hasta la orilla?

      La nota estaba escrita en un papel envejecido, húmedo a causa de la playa y de la arena. Las palabras estaban escritas en una caligrafía clara y en letras grandes, como si su autor supiera las inclemencias que iba a poder sufrir.

       "Deja que Lúcido elija su destino. Si intercedes, todo cambiará. No lo hagas, seas quién seas. No lo hagas"

      Dejó a la chica sentada mientras volvía a leer la nota. El agua se acercaba con rapidez, como si Lúcido intentase mostrar que tenía razón, que sus designios eran incuestionables. La miró por última vez, observando su boca semiabierta, sus ojos cerrados, su cuerpo a punto de derrumbarse de nuevo...

En los pisos de Lúcido






lunes, 11 de abril de 2016

Precuela de Bienvenidos a Lúcido: en los pisos de Lúcido

¿Quieres leer la historia de Saúl y Adriana? Conoce la historia de Lúcido desde dentro, y resucita a los personajes que una vez vivieron y murieron en Lúcido


domingo, 6 de diciembre de 2015

Hoy hablaré de Kahai



Como ya os dije ayer, mi llegada a Kahai fue acompañada por la confusión y el dolor físico que tanto representa a los viajes en Lúcido. Aquel lugar parece una noche eterna, con tierra y piedras grisáceas que parecían calcinadas. Lejos de allí, gracias al eco, era capaz de escuchar cómo algo, ya sean pequeñas piedras o incluso agua, caía en torrente hacia el suelo. Y por lo que se oía, parecía caer un buen tramo de altura.

                Comencé a andar pese a que era lo último que me apetecía: el olor de aquel piso, recuerdo, era pesado, y costaba respirarlo. Apenas podía correr o realizar un ejercicio mayor que el simple paseo, ya que comenzaba a toser y me ahogaba por culpa del polvo que cubría aquella atmosfera. Mis ojos se fueron acostumbrando a la penumbra del lugar, y gracias a ello conseguí ver todo aquello que me rodeaba. 

                Decenas de figuras famélicas y encorvadas habían pasado inadvertidas para mis sentidos, pese a que soy un explorador con experiencia: por suerte llevaba mi puñal, el cual estaba dispuesto a usar si esos seres, o lo que fueran, querían atacarme e iniciar una pelea. Por suerte, estaban demasiado ocupados en mantenerse en pie como para ser conscientes de mi presencia.

                Aquello parecía una procesión, una migración hacia un lugar no definido: la piel de aquellos habitantes estaba totalmente grisácea, similar a las piedras que había a nuestro alrededor. Sus ropas estaban hechas jirones, y muchas partes de su cuerpo estaban desnudos por la ausencia de tela. Pero no les parecía importar. 

                Tengo que admitir que no estuve allí más tiempo: seguí con aquel paso lento que me podía permitir, deseando correr y alejarme de aquel lugar. Los habitantes continuaban su viaje sin mirar atrás, sin una simple palabra de sorpresa al ver allí a un piel pálida, como ellos me llamarían al ver mi color claro de piel. No sé bien si estaban viajando hacia su muerte, a convertirse en piedra por la gracia de Moldeador, pero sabía que nuestro amigo algo tenía que ver en todo ello. 

                Continué mi camino, alejándome lentamente de aquella pandilla de habitantes y acercándome al sonido que llevaba escuchando desde el principio. El suelo y las piedras se iban convirtiendo en un camino de guijarros más claros, y noté cómo mis pulmones se llenaban de un aire más limpio. Todo a mi alrededor parecía ganar color por cada paso que daba: el suelo era cada vez más blanco, las paredes parecían desaparecer tras mi espalda, como si nunca hubieran existido anteriormente.

                A veces Lúcido puede generar grandes dolores de cabeza: miras hacia un lado que creías conocer y te encuentras con una realidad completamente diferente, con objetos, colinas, piedras, ríos, nubes e incluso lunas que antes no estaban allí. Vuelves a mirar, y algo es, de nuevo, diferente. Pero a veces parece dar un respiro y hacer las cosas de forma gradual, y así fue en Kahai.

                De las piedras blancas que veía a mi alrededor y que pisaba comenzó a manar agua: parecía que desde el interior de la tierra salían olas, dispuestas a desplazar a todo aquello que hubiera sobre la superficie. Al principio era leve, un cosquilleo en los pies, caricias húmedas que tus ampollas agradecían.

                No hay que confiar en Lúcido: quizás es una de las reglas que me impongo y que me han hecho continuar con vida. Lo que era un reguero de agua se convirtió, de forma menos gradual de lo deseado, en un gran torrente que fue capaz de arrastrarme. Resignado – la única forma de vivir en Lúcido a veces – comencé a nadar. El torrente crecía y crecía, como si en lugar de salir de una maldita cueva con muertos vivientes me hubiera tirado desde una catarata, desde el punto más alto de la montaña. 

                Pero cuando llega la tormenta, también lo hace la calma, por lo menos permanece algunos minutos antes de que vuelva otra vez la tormenta. Y así fue, ya que el torrente dejó de golpearme, de llevarme de un lado a otro del maldito río, a través de laderas de colores morados y grisáceos. El agua se relajó, y me permití relajarme con él. El frío relajó mis músculos y pude beber del propio agua, sintiéndome fuerte, activo tras aquella experiencia en Kahai.

                ¿No os he hablado nunca de la senda de Kanso? Este río desciende por todo el mundo de Lúcido, y acaba en el teatro de Moldeador, el lugar donde nadie quiere acabar. Es obvia la razón. La senda de Kanso se divide en pequeños afluentes, ríos que te llevan a lugares por los que no puedes acceder de otro modo. Es como un camino tan visible que es capaz de llevarte a mundos invisibles.

                Me dejé llevar: era una locura, pero Lúcido acompañaba a aquel sentimiento y te dejaba enloquecer. Mañana seguiré, pero ahora es hora de descansar. Recordad: resignaos, no luchéis contra lo que viene. Lúcido siempre es más poderoso.